Neither God Forgives

Only God Forgives, Nicolas Winding Refn (2013). 






Es difícil ponerse a escribir recién salido de la sala. Uno tiene que reflexionar para llegar a lo más profundo de esta película, que encierra muchos subniveles difíciles de descubrir.
No, no es una secuela de Drive. Ésa, que debe de ser la primera pregunta de todo espectador, queda respondida al comenzar los primeros títulos del filme. 




Impacta una primera puesta en escena que puede incluso recordar a Wong Kar-wai en In the mood for love, y eso ya son palabras de otro calibre. La fotografía (dirigida por Larry Smith) abruma desde el primer minuto. Uno se ve impresionado por los eléctricos colores primarios que bañan la oscuridad de los espacios, rojo, amarillo, azul. La película está ambientada en Bangkok, y toda esa estética oriental da mucho juego a la hora de crear esos claroscuros que reinan durante todo el largometraje. Esos colores primarios, esos colores que son la esencia de lo que conocemos, nos remiten a eso mismo, lo esencial, el núcleo de la naturaleza humana, son una alegoría de lo que nos define como animales. El color rojo se superpone a todos los demás, el color rojo es el color de la violencia, del sexo, de la pasión, de la sangre. De todo aquello que nos mueve por dentro, de aquello de lo que no podemos escapar, por muy civilizados que seamos o creamos ser.
En la sombra habita lo oscuro y lo salvaje, y es esa dimensión del ser humano la que Nicolas Winding decide explorar. En el exterior de los lugares en los que transcurre la narración, si bien nunca conocemos su ubicación o su correspondencia física entre unos y otros, hay una luz brillante que parece engañar al extranjero, pero es en el interior donde la oscuridad reina. En la noche habita el horror, y es en ése territorio, limitado por la simple puesta y salida del sol, en el que la película decide indagar. 

¿Y dónde está el lugar para Ryan Gosling en todo este submundo de bajas pasiones? Ryan ya no es el samurai que lo sacrifica todo por los demás, como en Drive. Julian (Gosling) es un fugitivo que se esconde en la oscuridad de Bangkok y se dedica al tráfico de drogas, utilizando como tapadera un club de boxeo. En este ambiente se mueven prostitutas, asesinos a sueldo y hombres sedientos de venganza. En la familia de Julian comienza la rueda que nunca para de girar: su hermano viola y mata a una prostituta, el padre de la prostituta decide tomar venganza contra éste y a la vez la madre de la familia viene desde EEUU para tomar el relevo. Es decir, esa vieja historia de la mafia que tanto conocemos, pero contada como nunca y con una puesta en escena atrevida y extremadamente original y cuidada. Todos actúan de forma muy contenida y lenta, no hay casi palabras, el silencio reina en casi todo el filme exceptuando el sonido de la muerte. La elección de la música (Cliff Martinez), tan habitual en Nicolas Winding, inunda y rebasa al espectador. 
Ryan Gosling ya no es un personaje en sí mismo, el director ha escogido no aprovecharse de la tirada de Drive para hacer un Drive 2, como quizá si se haya intuido en Cruce de caminos de Derek Cianfrance; Gosling ha demostrado que es capaz de adaptar su mutismo a un sin fin de personajes de forma camaleónica.

Julian se mueve con soltura en esos espacios laberínticos que nunca reconocemos fácilmente, se mueve entre luces y sombras, en ese microuniverso que puede quizá recordar a El resplandor o el One Eyed Jacks de Twin Peaks. 



Respecto a la narración, al director le gusta jugar con lo imaginado a través del fuera de campo y los encadenados de sonido, se divierte confundiendo al espectador dando lugar a equívocos, que mantienen una tensión constante durante todo el metraje, provocando una respiración contenida continua. Parte de un argumento sumamente sencillo para acabar produciendo esa angustia en el público, que se ve atosigado por la imagen y el sonido sin saber hacia dónde va a tirar la película.

Es un filme que encierra en sí un mensaje implícito, cómo la venganza es una rueda imparable que no deja más que sufrimiento tras ella, y cómo en realidad ni siquiera Dios perdona, ya que aquí no hay lugar para el perdón, ni para el olvido.


Andrea Dorantes








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